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La participaci�n comunitaria en el dise�o y desarrollo de la ciudad


 







Historia ciudadana. Urbanismo. Ciudadanos. Civilización. Aspectos históricos sociales, políticos y económicos. Planificación urbana. Habitantes. Arquitectura INTRODUCCIÓN



Las ciudades son entes vivos. Tienen carácter y fisonomía, aunque sea por ausencia; tienen estilos, tamaños, colores, formas, tendencias, gustos y enfermedades como cualquier ser, porque son concebidas, hechas y usadas por seres vivos que las transforman según sus propios deseos y necesidades. Son, también, algo siempre inacabado, en busca de una mítica perfección que tal vez nunca llegue, pero no por ello se ceja en el intento.
De su análisis, se han desprendido estudios, teorías y aseveraciones que, en su conjunto, no hacen otra cosa más que mostrar la verdadera imagen del Hombre, su cara y su conciencia, pues la historia universal se ha escrito desde y para las ciudades, morada de ese Hombre. Su estudio constituye una actividad apasionante que nos abre puertas para entender nuestro entorno, tanto físico como social y, en última instancia, a nosotros mismos como individuos y como parte de la comunidad.
Son el escaparate de los pueblos y culturas que las usan y habitan, y como tal, no hay dos que sean iguales, aunque en algunos casos, especialmente en las contemporáneas, se den grandes similitudes entre ellas. Son la expresión más elevada del espíritu humano, y nos muestran su mejor aspecto, aunque las trastiendas de este escaparate a veces oculten (o traten de hacerlo) carencias y vicios, promiscuidad y violencia, agonía y sufrimiento; pero también, y a cambio de esto, está el anhelo por llegar a un éxtasis que puede rayar en lo divino, al contener las manifestaciones más excelsas de la obra, del saber y del pensamiento humanos.
En este sentido, el objetivo fundamental de este trabajo se centra, entonces, en una visión de la ciudad que, a partir de un somero examen de sus componentes históricos, ecológicos, sociales, políticos y económicos, y de la problemática que conllevan, intenta acercarnos al conocimiento de su realidad morfológica y sociológica para llegar, a partir de ella, a un planteamiento inicial de alternativas de solución basadas en la participación de todos los actores involucrados en los procesos urbanos.
Si mediante el conocimiento de la ciudad, como dice Rodríguez Cobos, logramos despertar en nosotros y en quienes nos rodean la conciencia de que la ciudad es nuestra y de todos; de que el goce y respeto por nuestros ámbitos de acción -desde la vivienda hasta la urbe- y de que su aspecto y funcionamiento correcto dependen de todos y no sólo de autoridades y técnicos, estaremos en el camino. Habremos logrado también que junto con nosotros, la gente, los pobladores, se interesen más por participar en la toma de decisiones que a todos nos afecta, por participar en la planeación de nuestras ciudades, en la previsión de errores, eliminación de carencias, y en la solución de sus problemas.
Esa es la meta, y es alcanzable.
La ciudad “…es el arte de hacer que forma y contenido de una civilización coincidan”.
W. Lescaze
Primera Parte:


DEFINICIÓN DE CIUDAD

Dice Fernando Chueca1: “El estudio de la ciudad es un tema tan sugestivo como amplio y difuso; imposible de abordar para un hombre solo, si se tiene en cuenta la masa de saberes que habría que acumular”. Puede enfocarse desde muy diversos ángulos.
- desde la Historia: la historia universal es historia ciudadana
(Spengler)
- desde la Geografía: la Naturaleza prepara el sitio y el Hombre lo organiza de manera tal que satisfaga sus necesidades y deseos (Vidal de la Blache)
- desde la Economía: en ninguna civilización la vida ciudadana se ha desarrollado con independencia del comercio y la industria (Pirenne)
- desde la Política: la ciudad es un cierto número de ciudadanos (Aristóteles)
- desde la Sociología: la ciudad es forma y símbolo de una relación social integrada (Mumford)
- desde el Arte y la Arquitectura: la grandeza de la Arquitectura está unida a la de la ciudad, y la solidez de las instituciones -ciudadanas- suele medirse por la solidez de los muros que las cobijan (Alberti)
- desde la Filosofía: la ciudad es la más comprehensiva de todas las obras del Hombre; lo reúne todo, y nada que se refiera al Hombre le es ajeno (Whitman)
- desde la Recreación y la Utilidad: …es aquello que pueden usar y disfrutar todos sus habitantes
(Séneca).
Alfonso X (El Sabio), de acuerdo con el concepto medieval, define la ciudad como “…todo aquello lugar que es cerrado de los muros con los arrabales et los edificios que se tienen con ellos”. Para el mesoamericano, es un lugar sagrado, múltiple, que ocupa con familiares, incluso lejanos, en comunión con sus dioses. Cantillón describe así la ciudad barroca europea, o residentzstadt: “Si un noble o un príncipe fijan su residencia en un lugar grato, y si otros señores acuden allá y se establecen para verse y tratarse en agradable sociedad, este lugar se convertirá en una ciudad”. El musulmán la considera como un lugar “alrededor” de lo más importante: su vivienda; el lugar al que ha tenido que ceder parte de su reducto para la callejuela.
Según Ortega y Gasset 2, “…es un ensayo de secesión que hace el hombre para vivir afuera y frente al cosmos, tomando de él porciones selectas y acotadas. La urbe es, ante todo, esto: plazuela, ágora, lugar para la conversación, la disputa, la elocuencia, la política. En rigor, la urbe clásica no debería tener casas, sino sólo fachadas que son necesarias para cerrar una plaza, escena artificial que el animal político acota sobre el espacio agrícola; nace de un instinto opuesto al doméstico. Se edifica la casa para estar en ella; se funda la ciudad para salir de la casa y reunirse con otros que también han salido de sus casas”.
Artistas y escritores la han tomado como el escenario de sus obras. En unos casos, a través de concepciones materializadas; en otros, descriptivas. Este último sería el de los hermosos y a veces desgarradores relatos que sobre París ha hecho Balzac, o el costumbrismo reflejado por Unamuno al referirse a Madrid; o mas aún, el profundo análisis que de la vida urbana hacen Carballido o Monsiváis al tomar como referencia o hablar de la ciudad de México.
A través de la historia han existido muchos tipos y concepciones distintos de ciudad, que han respondido a la idiosincrasia de las culturas que las crean3. Junto - y a veces por encima- de la polis griega aparece la ciudad barroca; junto a la ciudad precolombina está la renacentista; junto a la urbe romana surge la ciudad musulmana; junto a la medieval aparece la ciudad industrial, en un caleidoscopio de actitudes y paisajes que conviven, a veces precariamente, en ámbitos aledaños o francamente mezclados. Ciudad sagrada, metrópolis comercial, ciudad militar, lugar de recreo, ciudad histórica y cultural, son sólo algunas de las fisonomías y personalidades que reúnen las ciudades. Aparentemente, nada tiene que ver las unas con las otras, pero en el fondo, son todas manifestaciones diferentes de un mismo fenómeno: el acontecer humano.
Las ciudades de la Antigüedad (Mesopotamia, Egipto, China, la India, las mesoamericanas mismas), sagradas y exclusivas, crecen -y a veces incluso se crean- por voluntad y capricho de una clase gobernante, autoritaria e insensible, que se protege con altos muros y que se segrega de los núcleos sometidos y desordenados de esclavos y trabajadores que la rodean y le dan sustento; son las ciudades de la autoridad incuestionable.
Las griegas clásicas, por su parte, sirven de asiento a la actividad política, al Hombre colectivo -el ciudadano- que participa activamente en las decisiones que a la ciudad atañen; son las ciudades del Humanismo, de héroes míticos, de dioses con forma y emoción humanas.
Las romanas, sobre todo las de la época del Imperio, son reflejo de un paradójico sistema sociopolítico de dominación y tolerancia, con una composición social diversificada y mezclada que les infunde un carácter cosmopolita, orientado en buena medida a la despreocupación y el ocio.
Ante la descomposición y desmembramiento del Imperio Romano, la ciudad medieval se vuelve sobre sí misma, encerrándose en murallas y agrupándose alrededor de sus símbolos -el castillo feudal o el templo- y retomando un carácter doméstico, intimo, que trasciende hasta su hinterland.
Al reaparecer la valoración del individuo y su libertad, las ciudades renacentistas vuelven a ser ámbitos para disfrute de los ciudadanos con libre albedrío; se derriban murallas para disponer de los espacios que la perspectiva y las grandes plazas demandan, y se amplía su extensión; son las ciudades del arte y la ciencia.
Con el ensanchamiento del mundo y la riqueza que los viajes y grandes descubrimientos de rutas y nuevas tierras traen a Europa, la ciudad barroca se convierte en la ciudad de la opulencia, en el entorno urbano destinado al goce de los grandes reyes y gobernantes, y a la contemplación y admiración de propios y extraños; es la ciudad del Despotismo Ilustrado.
El surgimiento de la Revolución Industrial trae aparejado el concepto del utilitarismo, y la hasta entonces ciudad amplia y elegante se comprime y degrada con la aparición de barrios marginales y arrabales periféricos, en los que pulula una enorme masa de proletarios y desposeídos que se hacinan en cuartuchos y galerones insalubres, con calles mínimas y sin espacios abiertos; es la ciudad industrial y proletaria, la ciudad de Dickens, de Hugo, de Galdós.
La ciudad moderna y contemporánea es la de la velocidad, del hacinamiento, de la corrupción y del deterioro ambiental, en la que campean la especulación y la pérdida de valores ciudadanos; en la que las decisiones sobre el entorno urbano, previamente arrebatadas a los ciudadanos, son tomadas en función de intereses de grupo y de acumulación de riqueza en unas cuantas manos. Son nuestras actuales ciudades.
Pero más allá de predominancias en el carácter y las formas, cada ciudad es un todo que cobija la más amplia gama posible de conductas humanas, y cuando se quieren estudiar la civilización y la cultura y sus manifestaciones, inevitablemente se tiene que hacerlo desde la perspectiva urbana, porque es aquí donde acontece realmente la historia del Hombre.
Según Arístides, “Ni la casa con techos primorosos ni las piedras de los muros bien construidos, ni aún los canales y los astilleros constituyen la ciudad, sino los hombres capaces de aprovechar la oportunidad que ella les ofrece”.
Es ésta una muy realista visión de la ciudad, y tal vez la mejor para entenderla y apreciarla.
Aprender de la Ciudad es conocer al Hombre; aprender del Hombre es comprender a la Ciudad.
Y amarla.
Segunda Parte:


ASPECTOS HISTÓRICOS, SOCIALES, POLÍTICOS Y ECONÓMICOS DE LAS CIUDADES CONTEMPORÁNEAS


Antecedentes y Problemática

La ciudad es un ente que nunca se termina de construir; salvo por la acción de grandes desastres naturales o por aniquilación militar, se desarrolla en un estado permanente de transformación y crecimiento. Ese crecimiento, y el de las formas de vida urbana, son quizás los fenómenos que mejor caracterizan nuestra civilización contemporánea.
La ciudad, como tal, no es algo nuevo; lo que si resulta nuevo es la transformación verificada a lo largo del siglo pasado y en lo que va de éste4, que ha traído por consecuencia el que una población mundial predominantemente rural, se vaya convirtiendo en otra predominantemente urbana. Antes de 1800 (excepción hecha, quizás, de Teotihuacan) sólo había 21 ciudades en todo el mundo que pasaban de los 100,000 habitantes, y todas en Europa. En 1927 se registró la existencia de 537 que pasaban de esa cifra y que, por consiguiente, podían considerarse como grandes ciudades; de éstas, la mitad en Asia y 90 en Norteamérica5. Hacia 1950, el número crecía hasta 875 ciudades, mientras que las que tenían entre 20,000 y 100,000 llegaba ya a 5,509, agrupando ambas un total de casi 816´000,000 de habitantes, es decir, el 34% de la población mundial de ese entonces 6. Actualmente ese porcentaje supera el 52% 7.
Estas cifras nos llevan, entre otras cosas, a pensar que la Humanidad tiende, de manera cada vez más clara, hacia una urbanización total, con los problemas y conflictos que tal situación ha venido acarreando a lo largo de los últimos 150 años, y que parecen no tener ni solución ni final.
Las ciudades, como vemos, crecen; por sí mismas y por absorción de la población rural, en una transformación que, según Chueca8, “…es incongruente, porque el ritmo de crecimiento es muy superior al de las posibilidades de previsión de las autoridades, de su capacidad de asimilar los problemas, y generalmente a la cortedad de créditos (y de otro tipo de recursos) para acometer las reformas que ayuden a crear nuevas estructuras eficaces sin malgastar el dinero en eventuales soluciones parciales y de circunstancia”.
Esta incongruencia empieza a darse con la acumulación de una población constante de migrantes9 que se asientan azarosamente en franjas miserables y sin ninguna clase de servicios, en la periferia de las ciudades, invadiendo propiedades ajenas o zonas de inadecuadas condiciones urbanas; son los generadores y habitantes de las ciudades de cartón o “cartolandias” de México, las favelas brasileñas o los ranchos venezolanos. Para unos será el lugar desde donde empezarán a ascender en la escala social, mientras que para otros es la última etapa de su descenso.
Existen también tipos de citadinos más estables (vagabundos, prostitutas, delincuentes, servidumbre, proscritos, etc.), que se sitúan en franjas más internas de la ciudad, en los “barrios bajos”, situados ocasionalmente en el “centro”, pero mucho más frecuentemente en zonas físicamente deterioradas y de transición social que algún día pertenecieron a grupos más acomodados, y que al ser abandonados por éstos, fueron bajando progresivamente en la escala social de las edificaciones. Tal sería el caso de las vecindades en México y Centroamérica, los solares en Cuba, los conventillos de Argentina, Chile y Uruguay, o los cortiços brasileños.
Este crecimiento de algunos de los barrios bajos, pero especialmente de los marginales en la periferia de las ciudades, se ha dado en la clandestinidad, algunas veces tímidamente -como necesidad social- y otras más en forma descarada y organizada -como presión social- extendiéndose sin límite aparente y fuera de los emplazamientos contemplados para el crecimiento ordenado y sano de la ciudad, donde podrían ser atendidos de mejor manera. Pero los organismos oficiales, los planificadores y urbanistas y los mismos especuladores urbanos -y aún los pobladores mismos- han caído en procesos de corrupción, o han sido lentos en sus previsiones y aún más en sus realizaciones. Es claro que mientras más se conservan las zonas clasificadas como convenientes y se planifica sobre ellas, más la realidad y las presiones sociales aparecen en lugares incongruentes e imprevisibles, enfrentando a autoridades y técnicos con una aplastante realidad que desborda todas sus previsiones, obligándolos a aplicar soluciones parciales e insuficientes, una tras otra, y que solamente generan ciudades “provisionales” y a medias, en las que los problemas ni son resueltos totalmente ni mucho menos de manera adecuada.
Parte importante de lo que ese crecimiento anárquico ha ocasionado es, en primera instancia, una absorción -anexión, a veces- de comunidades y municipios aledaños y generalmente menos ricos que la ciudad central, y que representan un alto costo y erogaciones adicionales, al tener que realizarse también en ellos obras de vialidad y servicios que los habitantes periféricos gozan sin revertir nada a cambio (en impuestos y otros ingresos) a la ciudad que los proporciona.
En una segunda instancia, estaría un cambio especulativo de uso del suelo y de las construcciones, principalmente en las zonas centrales de las ciudades, transformando antiguos edificios de viviendas en oficinas y comercios, y los terrenos baldíos de viejas casas demolidas en estacionamientos, con sensibles bajas en los índices de densidad poblacional, que si bien son relativos10, provocan el desaprovechamiento de zonas urbanas perfectamente equipadas para vivienda y algunos otros servicios.
En una tercera instancia, estaría la lejanía cada vez mayor entre el “centro” y los lugares de trabajo, y las zonas marginales y de expansión donde se asienta la vivienda irregular, precaria, única alternativa de muchos, muchísimos ciudadanos, y que ha traído un incremento notable en el uso de los vehículos de transporte de pasajeros -tanto individuales como colectivos- contribuyendo desastrosamente al desorden y al caos de esos centros y de grandes porciones de la ciudad. En especial el automóvil -ropaje y disfraz del ciudadano- cada vez más, se ha ido apropiando de todos los espacios disponibles, no sólo por su necesidad de circular por vías especialmente hechas para él (en detrimento de áreas que podrían destinarse a otros satisfactores urbanos), sino por la ocupación de casi cualquier otro espacio para estacionarse, haciendo que el peatón, usuario primario y legítimo de la ciudad, haya pasado a un segundo o tercer término, teniendo que ceder espacios que antes le eran exclusivos11. En beneficio de este nuevo “rey” de las ciudades, se sacrifican plazas arboladas, se reducen banquetas y se destruyen paseos para instalar estacionamientos o incrustar vías rápidas cuya utilidad es cuestionable al no encajar adecuadamente en la estructura vial original de la ciudad, eliminando hitos y panoramas urbanos que constituían, las más de las veces, su mayor aliciente.
La ciudad es un organismo, es algo vivo que se mueve, como se mueve la vida; se construye día a día. Pero toda construcción lleva aparejada una destrucción. Una ciudad que se construye es a la vez una ciudad que se destruye, y en esa dialéctica de construcción-destrucción reside la posibilidad de que las ciudades se desarrollen armónicamente, aunque rara vez ocurre. Presiones políticas y sociales, desarraigo y falta de identidad urbana contribuyen a ello.
En civilizaciones relativamente modernas no existe una presión del pasado que delimite los parámetros de diseño y crecimiento de sus ciudades; sin embargo, sus resultados son los peores ejemplos posibles de desarrollo urbano: falta de identidad de la ciudad y de sus ciudadanos, zonas inconexas y distantes entre sí, carencia de hitos urbanos históricos o emocionales, predominio del automóvil sobre el peatón, etc. Y si esto ha ocurrido en culturas “sin pasado”, en otros países como los nuestros de la América Hispánica, muchas veces se ha destruido sin misericordia su pasado urbano, de extraordinario valor histórico y social.
Binomios como el de hombre-casa o el de comunidad-ciudad, como dice Bulgheroni12, poseen una relación más profunda y generadora que la mera asociación usuario-objeto. La ciudad surge esencialmente como el punto de encuentro de las necesidades del hombre (instinto gregario, protección, comunicación, comercio, etc.), con el escenario físico adecuado para el cumplimiento de esas necesidades: un lugar que ese hombre reserva en forma específica por ser el más bello, el más fértil, el más seguro, por ser de alguna manera diferente y esa diferencia responder a los requerimientos del grupo. En ese lugar se organizan las actividades, y este desarrollo va condensándose en una estructura que crece y se renueva en la medida que el hombre plural la necesita.
Estructura y paisaje natural entablan entonces una relación que contempla todos los matices de adaptación o transformación, pero nunca el resultado permanece como algo frío o artificial sino que, por el contrario, empiezan insensiblemente a adquirir un carácter. Por ser resultante de un acto humano, participan del hombre, se impregnan de él y adquieren fisonomías diferentes.
En una instancia más profunda, más intelectual que física, el hombre es el conformador de la morfología urbana. Como asienta Levy-Strauss13, la ciudad se nos presenta como la cosa humana por excelencia, en donde sus construcciones son, en gran medida, las claves para la comprensión del desarrollo de la comunidad. La ciudad, leída como una secuencia en el tiempo, nos presenta un muestrario de las decisiones significativas del hombre.
Es evidente que toda ciudad tiene edificios importantes, y sin embargo, aunque parezca paradójico, esta arquitectura, como hecho autónomo, no constituye la ciudad; a lo sumo, estos edificios con valor propio pueden llegar a constituir polarizaciones del interés o modelos que irradian su influencia sobre el entorno. La ciudad es, en cambio un tejido continuo, a veces de materiales no trascendentes, pero que de alguna manera generan los canales y recintos donde desliza su vida el usuario común. En ese tejido de conexión, un edificio o espacio arquitectónicamente importante puede llegar a ser solamente el borde de una calle, mientras que otro menos significativo, pero insertado en la trama urbana en una posición singular, puede llegar a constituirse en un acontecimiento urbano (lo que Lynch llama “hito urbano”14), en un lugar memorable donde el espíritu del habitante es requerido de alguna manera.
Entendida así, la ciudad no es mera acumulación de edificios más o menos importantes, ni tampoco la mera adición de construcciones a través de las distintas épocas, sino que debe ser interpretada con un sentido gestáltico, como un organismo constituido por diferentes sistemas que se articulan armoniosamente en beneficio de un todo. Si bien cada uno de esos sistemas puede tener su función y carácter propios, el conjunto mantendrá su fuerza expresiva y calificadora de totalidad integrada e integradora.
Sin embargo, y por lo general, la ciudad como hecho real presenta un carácter caótico y heterogéneo derivado principalmente de un exceso de iniciativas individuales no controladas ni controlables de especuladores, promotores y habitantes15, que construyen las más de las veces ignorando completamente la relación armónica con el entorno. En estas condiciones, la idea de un todo integrado se transforma en campo de experimentación y muestrario de gustos y tendencias, de necesidades y aspiraciones, donde pobladores, promotores privados y organismos públicos compiten para ver quién hace lo más espectacular o “diferente” -o lo más barato, aunque no necesariamente de calidad aceptable- y aunque no cumpla para nada con los requerimientos físicos o sicológicos del poblador.
Comenta Bulgheroni, “… surge entonces un problema funcional, y en alguna perdida oficina, un dibujante anónimo traza sobre el plano una raya con su lápiz cuya punta, siguiendo la indiferencia de las instancias burocráticas de rigor, se transforma en una piqueta que arrasa irremediablemente casas, árboles, monumentos, rincones insustituibles de la ciudad. La población, por su parte, es absolutamente pasiva y sólo se exalta si la tal raya roza una punta de su propiedad privada, pero permanece indiferente ante la degradación y el atropello del escenario común. Cada cual realiza exclusivamente lo que le atañe y nadie asume la responsabilidad por la resultante general, que con cada nueva intromisión, agrega otro elemento desintegrador y más conflictiva a la desprotegida situación espacial. … Este ‘muro de Babel’, que recibe además la carga arbitraria de propaganda y equipamiento, es el que determina las áreas del espacio habitable de la ciudad, el lugar donde la mayoría de sus habitantes permanece gran parte de su tiempo. En una palabra, la propiedad de todos en manos de nadie” 16.
Este ámbito agresivo rechaza la posibilidad de que el citadino disfrute su ciudad. En buena medida se ha perdido la costumbre de caminar por ella, de recorrerla y disfrutarla por el gusto de hacerlo porque, quizás, como apunta también Ortega y Gasset, “…en todas las calles del centro sólo se puede ir de un sitio a otro lo más aprisa posible, y yo no tengo dónde ir ni para qué ir a parte alguna. La calle no me es tránsito de estadía; la necesito, no para llegar a donde sea, sino para estar mientras voy a algún sitio” 17.
Y buena parte de este conflicto resulta del árido panorama de la ciudad. Las zonas arboladas y con plantas de ornato constituyen un factor de atracción para el poblador, que “siente” un entorno mas agradable por el simple hecho de estar rodeado o tener “fugas visuales” con abundante vegetación. En los desarrollos urbanos planeados con este criterio, los resultados suelen ser mucho mejores que los obtenidos en aquellos donde tal situación ni siquiera es tomada en cuenta y sólo se tiende a cumplir con el mínimo normativo -en el mejor de los casos- de áreas verdes y de donación, que las más de las veces, son ocupadas posteriormente por algún tipo de construcción.
En este sentido, hay que destacar que en el concepto general de la planificación urbana, tal y como hasta ahora se ha entendido y manejado, se atribuye mucha menos importancia a los espacios abiertos de la que realmente tienen, y las áreas verdes y espacios para la recreación y la convivencia ciudadanas son incluidos dentro del concepto general de servicios, al mismo nivel que se consideran los espacios comerciales, educativos, o las vialidades.
De acuerdo con su tamaño y extensión, las ciudades presentan distintos grados de arbolado o vegetación ornamental. Las ciudades pequeñas, que suelen estar rodeadas por espacios abiertos más o menos abundantes y con funciones productivas en su mayoría, cuentan con escasas áreas verdes (limitadas a un jardín o parque central que también puede funcionar como plaza pública), dada la facilidad de la gente para acceder a los espacios abiertos circundantes; las ciudades medias o grandes, sujetas a un proceso de urbanización desorganizado y especulativo, han tenido pocas opciones para preservar zonas públicas con fines recreativos, presentando los asentamientos extensas zonas desnudas de vegetación.
Por lo general, la creación y mantenimiento de áreas abiertas -”verdes”- en las ciudades han sido atribuciones de las diferentes instancias de gobierno, mientras que la acción de particulares se limita casi exclusivamente al interior de su vivienda y, en algunos contados casos, a su entorno inmediato. Si bien algunos de estos intentos han tenido un carácter más ornamental que ecológico, no por ello dejan de tener importancia como indicadores de la necesidad sicológica de contacto estrecho y frecuente con la Naturaleza, demostrado especialmente por los migrantes rurales que integran a su espacio privado en la ciudad pequeños jardines y huertas familiares, tanto para cultivo de alimentos como para ornato.
Las concepciones sobre este particular no son nuevas. Tal sería el caso, por ejemplo, de ciudades como la mítica Babilonia con sus jardines colgantes, o la misma Tenochtitlan con sus jardines flotantes; de las ciudades “Ideales” renacentistas de Da Vinci, Durero y Scamozzi; y más recientemente, los proyectos de la Garden City de Howard o de Broadacres de Wright, las teorías urbanas de Ruskin, o las ciudades de Le Corbusier, Friedmann, Maymont y otros visionarios.
Así como las opciones sociales y culturales de la ciudad llegan cada vez más a los habitantes de zonas rurales, el rescate de la Naturaleza y su reintroducción en la ciudad resultan hoy de capital importancia. Nos quejamos de la ausencia de la naturaleza en nuestro entorno, pero al construir, sistemáticamente queda excluida nuestra posibilidad de contacto con ella. Bajo el signo de rapidez, cantidad, eficacia y economía como factores casi exclusivos de decisión, se abren vías y se destruyen calles, se derrumban casas y construyen viviendas, se talan árboles y se ocupan áreas de paseos, dejando una ciudad vacía de paisajes agradables, de entorno secular y atávico. Las modas importadas y propaladas por arquitectos y urbanistas con afanes de “originalidad”, o en aras de un internacionalismo confuso, han despersonalizado las ciudades, al tiempo que han roto ambientes urbanos que, hasta hace unas cuantas décadas, les infundían un carácter apacible, hoy tan necesitado y buscado por los citadinos.
Puede decirse que cada persona cambia en su interior a tal punto, que cambia y modifica en su totalidad el conjunto de relaciones de la cual es centro. Desde este punto de vista, el verdadero filósofo es el animal político, el Hombre activo que modifica su entorno, la suma total de sus relaciones.
A. Gramsci
Tercera Parte:


CONCLUSIONES Y PROPUESTAS

Tiene razón Marx18 cuando dice que el “hombre solo” de Rousseau o de Feuerbach es una creación de la imaginación y que nunca ha existido, que nunca existirá. El hombre, el Zoon politikon de Aristóteles, está hecho para la ciudad tanto como está hecho por ella. Entendemos así el fracaso de muchos de los grandes conjuntos habitacionales -diseñados para un hombre “promedio”, inexistente- o de las ciudades-dormitorio, donde toda posibilidad de convivencia es negada; el hombre se siente en ellos desarraigado de su sociedad natural. Y a pesar de todo, continuamos actuando en como si esto no existiera.
Mientras más lejanas y complejas son las metas de la planificación urbana, menos se alcanzan y cubren. Cada vez funciona menos la planificación, y sin embargo, cada vez hay más planificadores.
Para entender esta paradoja, hay que partir de dos conceptos.
Primero: estar conscientes de que la planificación -en términos generales- es un aparato ideológico manejado por grupos de poder. Consiste en tratar técnicamente lo que son, en última instancia, problemas políticos; es decir, el manejo de situaciones utilizando la ideología de la racionalidad y supuesta neutralidad científicas, lo que permite al planificador -cualquiera que éste sea- erigirse “por encima” de los intereses populares y aplicar las fórmulas más acordes (aunque no necesariamente las más apropiadas) con sus propósitos y criterio para legitimar los intereses de una clase o grupo dominante. La planificación, en este sentido, son sólo discursos ideológicos.
Segundo: que la planificación, sobre todo los aparatos de planificación urbana, son fundamentalmente instrumentos de negociación entre las distintas clases y fracciones de clases sociales -en la que generalmente los que menos tienen son los que menos beneficios obtienen- y en las que se plantean soluciones a los problemas de equipamientos colectivos y las decisiones de cómo va a desarrollarse la ciudad, en qué sentido, cuáles y de qué tipo los equipamientos, quién va a pagar, quién no, etc. Esta negociación se convierte, mas que en otra cosa, en un intento por minimizar o desviar presiones sociales y llegar a soluciones de “arreglo” que simplemente palian los problemas sin resolverlos realmente.
La misión técnica del urbanista -entonces- no es, como en otros tiempos, planear y poner en operación reformas internas menores e inconexas; consiste en articular las distintas partes de la ciudad (periferia con el centro; periferia consigo misma, como futuros centros vitales de la ciudad) tomando en cuenta todos los factores y a todos los actores de la vida urbana; sin utilizar un criterio de zonificación a ultranza (creadora de ciudades-dormitorio, de arrabales fabriles o zonas comerciales y de servicios) que ha resultado en un fracaso, al privar a cada una de estas zonas de los otros y muy ricos elementos que constituyen el “organismo” total de la urbe.
Según Chueca19, existen técnicamente tres vías por las que, inicialmente, puede actuarse en consecuencia:
1.- Estricta regulación (y observancia) de uso del suelo urbano (y de las “zonas” de reserva territorial) mediante ordenamientos federales, estatales y municipales severos (normativa).
2.- Medidas fiscales que graven fuertemente los usos indebidos del suelo urbano, hasta hacerlos no rentables (restrictiva).
3.- Adquisición (por compra, expropiación, donación, etc.) de suelo urbano por organismos estatales (socialización del suelo).
En México, con un obsesivo respeto a la iniciativa privada y a la libertad en los bienes raíces, se ha empleado en algunos casos la primera vía (utilizando como herramienta planos reguladores que se vuelven insuficientes y anacrónicos en pocos meses, o presiones de grupos de poder político o económico, etc.), que también ha resultado la más ineficaz, al sobreponer el interés y bienestar de unos cuantos al de la colectividad. La segunda vía sería más eficaz y, con información previa adecuada, los propietarios -e incluso los promotores del mercado urbano- pueden encaminar sus inversiones a otros campos o emplear otras modalidades, evitando con ello, además del peligro de la exacerbada especulación inmobiliaria, el desaliento a la inversión privada. La tercera vía, sería la consecuencia de la no-aplicación o no-observancia de las dos primeras, aunque conlleva riesgos de un control casi monopólico del desarrollo urbano por parte del Estado.
Pero más importante aún, es el hecho ya mencionado de la ausencia del poblador, de su no-participación en los procesos que conforman su ciudad. Y no participa porque muchas veces ni siquiera es tomado en cuenta, pero también, y de manera muy importante, por su propia pasividad. Nos enfrentamos, según dice Lefebvre20, “… al punto más grave de la problemática urbana: la pasividad de quienes deben estar más interesados y concernidos por los proyectos, y más puestos en entredicho por las estrategias”. El urbanismo en su conjunto ha sido culpable en buena parte, debido a su “…doble aspecto: ideología e institución, representación y voluntad, presión y represión, establecimiento de un espacio represivo representado como objetivo, científico, neutro… …No puede haber pensamiento -urbano- sin u-topía, sin explotación de lo posible, del otro lugar. No puede haber pensamiento sin referencia a una práctica (en este caso la de habitar y la del uso, pero ¿qué práctica es posible si permanecen mudos el habitante y el usuario de la ciudad?)… El arquitecto que dibuja, el urbanista que compone el plano-masa, ven desde arriba y desde lejos sus ‘objetos’: edificios y vecindad. En tanto que creadores y proyectistas, se mueven en un espacio de papel, de escrituras. Después de esa reducción casi total de lo cotidiano vuelven a la escala de lo ‘vivido’. Creen reencontrarlo, cuando por el contrario ejecutan sus planes y proyectos en una abstracción al segundo grado. Pasan de lo ‘vivido’ a lo abstracto para proyectar esta abstracción, nuevamente, al ámbito de lo ‘vivido’ “.
Por otra parte, hay también razones históricas. Durante mucho tiempo, la gente se interesó por su ciudad, por su urbe; aunque se tratara a veces de grupos dominantes, expresaban su propio interés por el aspecto morfológico -y social- de su entorno, que consideraban en última instancia como algo propio. Esta situación no ha desaparecido todavía en ciudades pequeñas y medianas; sin embargo, está decayendo por una pérdida de motivaciones y razones. De ser una actitud firme, productora, actualmente ha pasado a ser una actitud defensiva, en pasividad. La razón básica de esto, se encuentra hoy en la fragmentación del fenómeno urbano que plantea, por otra parte, una paradoja más, ya que sólo puede pensarse en la ciudad como un todo, cuando ese carácter total no se capta cabalmente.
Quizás la razón sociológica más importante de la pasividad, de esa ausencia de participación de los interesados, sea la larga costumbre de delegar intereses y funciones: en representantes políticos, sociales, laborales, etc., quienes no siempre han cumplido cabalmente su encargo, o se involucran en prácticas de corrupción; en peritos y “técnicos”, o en líderes de segunda que no contemplan o entienden cabalmente los intereses comunitarios. El habitante y usuario de la ciudad resulta excluido, entonces, porque se excluye a sí mismo de un posible diálogo -si lo hay- entre políticos, dirigentes y técnicos que, a veces, son la misma persona, a veces son antagonistas, a veces llegan a un acuerdo entre sí, sin tomar en cuenta al poblador, al usuario de infraestructura y servicios, al verdadero usuario de la ciudad.
La mejor oportunidad de ese usuario para intervenir es la del conflicto entre los intereses propios de esos políticos y técnicos, cuando puede aprovechar para hacer oír su voz, sus demandas, sus aspiraciones, pero “…¿cuántas veces está presente el usuario para aprovechar esta circunstancia? Muy pocas. Se le evoca, se le invoca, pero casi nunca se le convoca”21, salvo quizás, cuando se le necesita para legitimar acciones o respaldar políticas.
Ante el trágico panorama de esta civilización cargada de lastres superfluos y en vías de una autodestrucción, aparecen, de cuando en cuando, preocupaciones por la preservación del ambiente, entendido éste en su totalidad: contaminación de las aguas, del aire, del suelo; contaminación sonora, visual, social, en una palabra, de todos los componentes de la ciudad, de la ciudad toda. Sin embargo, no hay que engañarse; muchas veces tras estas declaraciones que se manejan en congresos internacionales y se lucen en planes de gobierno, no existe más que un nuevo planteo tecnológico tendiente a minimizar u ocultar los negativos efectos sociales del daño permanente -y aún vigente- ocasionado por los procesos incontrolados del desarrollo económico y especulativo de la ciudad, al que todos hemos contribuido de una manera u otra. Muy raramente, en cambio, se plantea una hipótesis que cuestione de raíz la validez y legitimidad de tales procesos para el desarrollo y la convivencia humana, en un ámbito que satisfaga las simples y profundas necesidades del Hombre.
La carencia de espacios abiertos para la recreación, de las áreas verdes urbanas que se hace evidente en los déficits cuantificados por la Organización Mundial de la Salud22, puede ser un buen motivo para modificar los patrones de urbanización actuales en pos de un desarrollo integral y no-depredador de las ciudades. Para ello, habría que partir del concepto de que la mayoría de la gente en las urbes tiene y busca una relación física y emocional con la Naturaleza. Las maneras de hacerlo pueden variar, desde la posesión de plantas exclusivamente de ornato en casas de barrios y colonias residenciales de alto nivel económico, hasta el cultivo de plantas medicinales y comestibles en las de zonas de economía precaria. En éstas, generalmente de reciente creación y pobladas por migrantes provenientes del campo, se genera un notable enriquecimiento de la flora urbana, con especies que a veces son traídas por los pobladores, o desarrolladas y aprovechadas las existentes. Es aquí donde con mayor énfasis pueden vislumbrarse las bondades y las posibilidades de una ciudad más cercana a la Naturaleza, más amable, más humana.
Nuestras ciudades, construidas en sus partes esenciales y más importantes (marcando parámetros de gusto y ubicación) por diseñadores y empresarios cuya acción especulativa es avalada y -muchas veces- estimulada por los poderes administrativos y las instituciones, no pueden sino revelar la deshumanización, egoísmo, vaciedad e improvisación, que parecen definir nuestra cultura. Por lo menos, la imagen de cultura que evidencia la escala de valores -o ausencia de ellos- arbitrariamente establecida a espaldas de la auténtica realidad del hombre.
Es este concepto más alto y profundo de factor cultural -que Edward Hall23 llama “la dimensión oculta de la cultura”- el parámetro que debe ser constantemente tenido en cuenta en la resolución del diseño de la ciudad, a fin de crear entornos ligados pero diversificados que faciliten a la gente realizar aquellas cosas que quieren y deben hacer, sin verse forzadas a adaptarse a situaciones, entornos y cosas que no concuerden con su real sentido de vida.
La necesidad de contar con espacios y lugares diferenciados no constituye una exquisitez estética, sino que es algo consustancial al ser humano. Representa el acceso a una adecuación armónica del organismo con el ambiente, y de aquél con el habitante24. Esta calidad del ambiente a la que aspira el organismo que es la ciudad no puede entenderse como decoración sobrepuesta, sino como una explícita y exaltada manifestación de la personalidad de cada lugar, derivada de las características y posibilidades que emergen del mismo .
Cada ciudad o cada barrio tiene y debe expresar sus características propias. Así como un edificio debe representar claramente con su aspecto físico cuál es su función, así como el hombre usa ropa adecuada a cada actividad o necesidad, una pequeña ciudad agrícola no puede tener el mismo aspecto que una pequeña ciudad industrial o comercial. Sin embargo la falta de imaginación y autenticidad de sus habitantes, y el condicionamiento al que en algún momento hace referencia Lefebvre, hacen que se modifiquen y oculten los rasgos diferenciales, quitándoles nobleza y realidad tras una anodina decoración aplicada. El espacio urbano debe responder eficientemente a todas las necesidades del usuario; por lo general, al construirse e integrarse la gigantesca estructura de viviendas, administración, servicios, comunicaciones, que constituyen el cuerpo físico de una ciudad, es donde se incurre en la omisión de los factores antes mencionados.
El habitante de la ciudad -y en buena medida el del campo- está sujeto a ese constante condicionamiento en aspiraciones, modelos, gustos etc., manipulado por un sistema en el que lo importante no es ser, sino tener; más aún -y mucho más grave- en “parecer que se tiene”, porque si no se actúa así, se corre el riesgo de ser marginado de una sociedad que sólo acepta a los “triunfadores” en función de su status económico y social, y no de su experiencia o conocimientos.
Si la ciudad es un producto25 de la sociedad en su conjunto, y como tal está sujeta a distintos modos de producción, deben darse también distintos esquemas normativos para ello, diseñados a partir de las posibilidades que plantean la realidad y la práctica sociales. Debe existir, en primer lugar, un tratamiento normativo diferente para los “diferentes”; en segundo, deben reconocerse y respetarse los derechos sociales de todo tipo; y finalmente, debe potenciarse a los actores todos del proceso. El Estado puede y debe propiciar el acceso de los pobladores a los mecanismos de diseño de la ciudad mediante instrumentos adecuados a los distintos grupos sociales, sea con asesorías, créditos, subsidios, asignaciones, etc., y no pensar en mecanismos a los que sólo puede acceder una minoría26. Valga recordar que la experiencia se construye “de abajo a arriba”, a través de intentos y realizaciones -positivos y negativos- y de un diálogo entre “los de arriba” y “los de abajo”.
No tiene, entonces, esa ciudad, una imagen definida, porque no hay un propósito de ciudad ni de comunicación detrás de las acciones que se emprenden; todo vale y todo se construye porque no hay identificación cultural de la ciudad con sus hacedores, ni de éstos con aquella.
Pero cuando se ha intentado establecer canales para esa comunicación entre todos los involucrados sobre la definición y construcción de su entorno, se enfrenta además con la incompatibilidad entre la percepción que tiene la gente de las posibles soluciones y la que tienen los técnicos involucrados en procesos de planificación urbana. Porque esta relación se maneja con un carácter individual, es decir, como un proceso en el que planificadores y urbanistas se sitúan de un lado y la gente de otro. Los resultados son, por lo general, insatisfactorios para ambas partes, pues se llega a soluciones de “compromiso”, en las que ni se satisfacen plenamente las aspiraciones culturales de la gente -aunque se les proporciones modelos “socialmente aceptados”- ni los técnicos se sienten satisfechos al desarrollar forzadamente alternativas que “sienten” equivocadas, pues -según ellos- “la gente no sabe cómo ni dónde debe vivir y tiene que ser educada en ese sentido”.
Por el contrario, esa relación debe ser dinámica y colectiva, inmersa en un proceso dialéctico desarrollado conjuntamente por trabajadores intelectuales especializados en esas tareas, y pobladores comprometidos, a su vez, con la construcción y preservación adecuadas de su entorno. Mediante el diálogo, el aprendizaje mutuo y el intercambio de experiencias, aspiraciones y formas de lograrlo, es como realmente se puede llegar al diseño de un entorno que resulte plenamente aceptado, porque incluirá no sólo parámetros técnicamente adecuados de diseño y construcción, sino valores culturales, sicológicos y sociales apropiados.
Si se toma simplemente la expresión directa de los deseos de ambos grupos, o de la expresión material de las formas espaciales y urbanas que unos y otros desean sin analizarlos debidamente y expoliarlos de cargas ideológicas y condicionamientos, se estará poniendo en práctica la ideología que una clase privilegiada y dominante ha impuesto como patrón de desarrollo, como “moda”, y se caerá en las típicas formas pequeño-burguesas que poco o nada han servido para resolver el problema urbano.
Reproducir esto es una simple actitud populista. Es caer en el peor error, que es decidir por la gente lo que la gente quiere, lo que tiene que ser. Es esta una visión falsa de soluciones, puramente tecnocrática y “neutral”.
Hay que partir, inicialmente, de entender lo que la gente quiere de la práctica y experiencia del planificador, y traducirlo en formas espaciales, que no necesariamente van a coincidir con la visión que uno u otro tienen del objeto urbano. La alternativa, aunque para muchos diseñadores y técnicos planificadores parezca inapropiada, es diseñar conjuntamente con los usuarios de la ciudad, usando esa traducción para proporcionar lo que la gente realmente necesita, lo que en última instancia va a vivir y usar. Y no se trata aquí de diseñar y construir un entorno “especial” para pobres o marginados con un criterio clasista o discriminatorio, que quede claro. De lo que se trata es de que el poblador use y disfrute su entorno, y éste funcione de acuerdo con sus parámetros culturales. No se puede pretender que un japonés o un lapón usen su vivienda (adecuada a condiciones específicas) del mismo modo que la usan un musulmán o un hindú. Ni tienen las mismas características morfológicas, ni emplean los mismos materiales o patrones culturales de uso.
Entonces, ¿Hasta qué punto la gente no sabe -o no puede expresar “adecuadamente”- lo que es el espacio urbano, y los diseñadores y planificadores urbanos si?27 Si consideramos que la concepción del espacio viene de la experiencia, de la práctica, habría que analizar en primer término qué tipo de práctica se enseña a los técnicos “planificadores”, quienes generalmente emplean un tratamiento del espacio ligado a funciones específicas que han sido determinadas e impuestas por una clase social política, económica y culturalmente dominante. En este sentido, tan inadecuada puede ser la concepción espacial de la gente como deformada o inapropiada la que tengan los técnicos.
El diseño de la ciudad tiene que partir, como ya se dijo, de un proceso dialéctico de aprendizaje mutuo entre habitantes-usuarios y técnicos, en el que unos y otros se desprendan de ropajes y etiquetas de “expertos”, “conocedores”, etc. Si este proceso se da teniendo como herramienta fundamental el diálogo franco y de compromiso entre unos y otros, con una visión integral de los problemas y una ideología no dominada por las fuerzas económicas especulativas y marginadoras, los resultados son experiencias reales, viables, y muy ricas y trascendentes.
Ejemplos como la experiencia del asesoramiento integral proporcionado por COPEVI28 a colonos de zonas marginales de la ciudad de México, o la del proceso de diseño participativo29 desarrollada conjuntamente por estudiantes y maestros del Autogobierno y grupos pauperizados de pobladores, pueden servir de base.
En la primera de ellas, se estableció una dinámica de participación que permitió a los colonos organizarse para demandar y obtener servicios e infraestructura, y poder acceder a créditos y financiamiento para la construcción de los mismos y de sus viviendas, así como para la de sus espacios comunitarios urbanos.
En la segunda, se desarrolló junto con los pobladores, además de un lenguaje común en el que ambas partes pudieran expresar y entender propuestas en términos verbales, gráficos y volumétricos, la realización de proyectos -utilizando algunos procesos de autoconstrucción- que se llevaron a la práctica con muy feliz término.
Ambas son alternativas que ha demostrado ser eficaces. Porque se logró, inicialmente, despertar en todos los participantes un espíritu de trabajo colectivo y democrático enfocado a la solución de problemas que parecían insalvables; pero también porque se demostró, más allá de toda duda, que los problemas urbanos pueden y deben ser atacados con la participación de todos los actores que intervienen en el proceso de crecimiento y desarrollo de las ciudades, que pueden hacerse las cosas, y se hacen bien.
Estamos a tiempo para retomar esas experiencias y aplicarlas en nuestras propias comunidades, en nuestras ciudades, como un ejercicio de toma de conciencia, de responsabilidades -personales y colectivas- y, lo más importante, de decisiones, para que sea la comunidad la que decida su futuro y su entorno, y cómo quiere vivirlo. Tendremos entonces algo mejor en lo que podamos crecer, nosotros, nuestros hijos y nuestros vecinos; tendremos, en suma, una sociedad más sana y consciente, y una mejor ciudad para desarrollarnos.
Ello implica asumir esas responsabilidades como individuo y como parte de la comunidad a la que se pertenece. En una primera instancia, reconocer y asumir la responsabilidad como persona; después, como miembro de una familia; posteriormente, como usuario de un entorno conocido y de ahí al de miembro de un barrio o colonia, para llegar finalmente a la responsabilidad compartida como habitante y usuario de la ciudad, como ciudadano.
Vivir en condiciones de supervivencia, genera violencia. Pero “la energía de transformación requerida para cambiar esto está en la gente”30, en aquellos quienes tienen el interés, la capacidad y los valores éticos y culturales necesarios para enfrentarse a los enormes intereses políticos y económicos prevalecientes. Si esta energía es aprovechada para propiciar y alentar formas de organización popular, la gente puede encontrar y hacer su lugar en la ciudad, y no sólo sobrevivir; puede construir la ciudad del futuro, su ciudad, sobre bases más sólidas y equitativas.
Cuando la que la gente participa con un real y auténtico compromiso de grupo, su organización permanece como un mecanismo generador de satisfactores, más allá y después de que el objetivo primario ha sido alcanzado. Desarrolla el concepto de solidaridad y seguridad en sí misma para lograr lo que se proponga, aunque sea por medios distintos a los “socialmente” establecidos o se tarden más, eso no importa. Lo básico, lo trascendente es la participación; consciente, informada y responsable, como única vía hacia la construcción del entorno, de la ciudad toda, y cuya su salud y aspecto serán entonces obra de todos.
Si nuestra opinión como individuos y como colectividad es valorada y respetada por los demás y -lo más ante- por nosotros mismos, es posible contar con una riqueza que permita construir la ciudad que todos queremos y a la que todos tenemos derecho.
Su gestión, su manejo y su destino son algo que nos pertenece, algo que debe hacerse por la gente y para la gente.
Porque la ciudad es de todos y para todos.
Veracruz, primavera de 1996.


 





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